Enfermedad renal daña a familiares

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El amor es el motor de vida de las personas/ Fuente: Photos.com
Eduardo García

POR: Eduardo García

El estilo de vida saludable

30-11-2012

La enfermedad renal no sólo afecta al paciente, ya que las personas que se encuentran alrededor resienten el estado de salud de su familiar. Los cuidados y el apoyo moral son los principales desgastes físicos y emocionales que viven las dos partes.

 

Continúa leyendo la segunda parte de esta historia de vida y conoce cómo Eduardo y su familia vencieron y tuvieron una actitud positiva ante su padecimiento renal.

 

La tarea de conseguir un riñón y el potencial costo del padecimiento, aunque tenía un seguro de gastos médicos mayores, también me abrumó, más cuando ponderé que quizás no podría ver crecer, junto con Elisabeth, a nuestros hijos.

 

Pronto muchos de estos temores iniciales fueron disipándose. Al poco tiempo del diagnóstico sobre mi trasplante, tenía ya una lista de cinco donadores, mientras que mi aseguradora comenzó a cubrir puntualmente y conforme los términos de la póliza, los gastos que realizaba en preparación a ese procedimiento médico.

 

Un antídoto que también encontré para combatir los pensamientos negativos que me invadieron fue la información. A medida que Elisabeth y yo conocimos más de los riesgos e implicaciones de un trasplante de riñón, en conversaciones con la doctora Madero, en la literatura médica y en las charlas con quienes habían enfrentado ya uno, al menos yo me tranquilicé.

 

Para estas épocas, los trasplantes de riñón, si bien no son todavía tan rutinarios como sacarse una muela, sí han alcanzado una alta probabilidad de éxito tras más de medio siglo de aplicación, en especial para pacientes con quistes.

 

Los quistes son como pequeñas bolsas transparentes que crecen en las nefronas --las pequeñas unidades de filtración de los riñones. Esas bolsas impiden la función renal, que es extraer el agua y las toxinas que el cuerpo asimila y genera.

En mi caso, no tuve que esperar mucho para conseguir un riñón. Elisabeth y yo resultamos ser compatibles. Tenemos el mismo tipo de sangre y yo, tras varios exámenes, no mostré tener anticuerpos que pudieran rechazar su riñón. El estado de salud de Elisabeth era además bueno --un elemento crucial para el trasplante.

 

También, frente al diagnóstico previo de que sufría PKD, yo había llevado, casi inconscientemente, una vida moderada y, en términos generales, sana. Nado dos o tres veces a la semana cuando puedo y no fumo.

 

Además, las muy favorables respuestas que tuve de familiares y amigos a mi solicitud por un riñón me ayudaron mucho.

 

 

Las ofertas que recibí las considero como unas de las expresiones más genuinas de cariño y amistad. David incluso me escribió al saber que las pruebas de compatibilidad entre Elisabeth y yo marchaba bien, que el seguía al pie del cañón: "En cuanto a mí, yo estoy más que listo para donarte una parte redundante de mi cuerpo".

 

Su expresión no podía ser más elocuente. La mayoría tenemos dos riñones, pero para vivir realmente sólo necesitamos uno --como han demostrado múltiples estudios médico-académicos realizados con donadores de riñón y que han comprobado que el estilo de vida o la salud de los donadores no cambian tras una nefrectomía.

 

Yo tuve mucha suerte al contar con varios donadores vivos. En México, el sistema de recuperación de órganos de personas con muerte cerebral está mejorando, pero aún falta mucho por hacer. Los tiempos de espera pueden ser de dos, tres o más años, tiempo en el cual la salud del paciente puede deteriorarse.

 

Mi trasplante pudo avanzar sin la tortura mental de no saber cuándo llegaría ese órgano vital. Es más, progresaba con la ventaja de que la doctora Madero lo podía planear con anticipación y metodología.    

 

En esas estábamos Elisabeth, yo y la doctora Madero, quien es además jefa del departamento de nefrología del Instituto Nacional de Cardiología - Ignacio Chávez, una de las instituciones hospitalarias públicas más prestigiadas de México, cuando a mediados de abril mis riñones comenzaron a sangrar.

 

Los sangrados renales en pacientes con PDK se deben, por lo general, a la ruptura de uno o varios quistes. Se manifiestan a través de la orina. Uno al principio cree que está orinando sangre, lo que no es necesariamente preciso. Unas cuantas gotas tiñen fácilmente la orina. De cualquier manera, uno siente como si la vida se estuviera vaciando por ese chorro rojizo.

 

Tras el sangrado llegaron los dolores renales. Primero a finales de abril, lo que me forzó a hospitalizarme por tres días, y luego a principios de mayo. En esta segunda ocasión los dolores eran tan severos, que sentía como si alguien me estuviera electrocutando desde mis riñones.

 

 

La doctora Madero, quien realizó su especialización en nefrología en Tufts New England Medical Center, donde además colaboró con algunos de los mejores especialistas en mi enfermedad, decidió ya no esperar más: mis riñones, me dijo, tenía que salir. "Te están haciendo daño", agregó.

 

Para entonces, mi condición física había empeorado. Estaba anémico y con una peor filtración renal. Confieso que cuando la doctora Madero me anunció su decisión, sentí alivio. Yo ya quería mis riñones fuera.

 

La nefrectomía bilateral tuvo que aplazarse 10 días por mi anemia. La realizó el doctor Fernando Cordera, cirujano oncólogo del Hospital ABC, el 14 de mayo. Duró tres horas. No tuvo problemas.

 

El alivio que sentí tras la cirugía fue inmediato. Las molestias desaparecieron al no tener en mí esos dos fardos que aplastaban mi estómago y mis intestinos. El sangrado obviamente también desapareció.

 

Sin riñones tuve que hacer uso de un procedimiento artificial para limpiar mi sangre que se conoce como diálisis. Desde que ingresé al hospital en mayo, la doctora Madero pidió que me colocaran un catéter en la parte superior derecha de mi cuerpo.

 

El catéter es un tubo que se bifurca en dos en uno de sus extremos, como una “y”. El tubo se inserta a la altura del hombro y llega hasta la vena yugular por el interior de la piel. Tras su instalación, el paciente tiene dos tubos colgando en la parte superior de su cuerpo, que le permiten conectarse, vía unas mangueras de plástico, a una máquina, o riñón artificial, para que ésta limpie la sangre.

 

Tras la nefrectomía bilateral, yo tuve que dializarme tres veces a la semana. Cada sesión duraba tres horas. Para mí, algunas diálisis resultaron bastante molestas. Al terminarlas, padecía fuertes dolores de cabeza y severos malestares estomacales.

 

En la jerga médica esto se conoce como "cruda de diálisis", ya que el procedimiento puede deshidratar al paciente al extraer demasiada agua, provocándole malestares similares a los que padece quien bebe en exceso.

 

A pesar de todo, la diálisis me permitió vivir sin riñones por dos meses, una situación un tanto extraña. Aunque mi nefrectomía bilateral resultó todo un éxito, viví muy diversas emociones previas a esa cirugía.

 

La incertidumbre que tenía por el procedimiento, combinada con los dolores renales, me acongojaron, sobre todo por las noches. Además, cierta impotencia y desesperación se apoderó de mí en varias ocasiones al verme en tan mal estado de salud. Había perdido 12 kilos en menos de tres semanas.

 

La espera para el trasplante fue de dos meses. Elisabeth y yo nos internamos en el ABC a mediados de julio.  Los cirujanos Salvador Aburto y Eduardo Mancilla, quienes colaboran con la doctora Madero en Cardiología, fueron los encargados de llevarlo a cabo.

 

El doctor Aburto hace la extracción del riñón con la técnica laparoscópica. Gracias a ella, Elisabeth solo recibió tres punciones en el abdomen y una pequeña incisión a un lado de su ombligo, por donde salió su riñón.

 

Ella regresó a casa tres días después de la operación, con las molestias normales de toda cirugía mayor, pero sin una incisión grande.

 

    A las pocas horas de mi trasplante, yo me sentí de maravilla. Todavía estaba medio dopado por la anestesia y los esteroides que me habían dado para ayudar a mi cuerpo a aceptar el riñón de Elisabeth, cuando ya percibía una mejoría. Estaba casi eufórico. Tuve un gran alivio, sobre todo porque a pesar de la compatibilidad que existía entre Elisabeth y yo, existía aún 15% de probabilidad de rechazo.

 

También sentía una nueva cicatriz en mi abdomen, además de la que tenía en el centro de mi tronco, por donde el doctor Cordera sacó mis dos riñones. 

 

El riñón trasplantado se coloca en la cavidad abdominal, derecha o izquierda, por arriba de la ingle. En esa zona el riñón cabe bien y está cerca de la arteria aorta, que lo irriga, como en su posición original. En esa zona está también muy cerca de las vías urinarias a las que también se conecta.

 

La herida del trasplante no es pequeña. El corte, en forma circular, es casi de un cuarto de circunferencia y va desde la parte inferior abdominal, en el centro del cuerpo, hasta casi la altura del ombligo, como si el cuerpo adquiriera una media sonrisa malévola.

 

El riñón de Elisabeth comenzó a trabajar en mí a la perfección desde un principio. Tras la operación, mi nivel de creatinina, una sustancia en la sangre que elimina el riñón y que permite medir la capacidad de filtración renal, era la misma de una persona sana.

 

Al regresar a casa cuatro días después, las únicas restricciones que tenía eran evitar visitas múltiples y mantenerme en casa el mayor tiempo posible. Si salía, tenía que hacerlo con un cubre bocas para evitar algún contagio.

 

También tenía el estricto mandato de no olvidar tomar mis medicamentos, principalmente los imunosupresores, que me permiten aceptar el riñón. Ésta tarea es de por vida, pero insignificante frente a lo que gané.

 

 

Un elemento más de cuidado era protegerme de los rayos solares. Quienes toman imunosupresores son más propensos a adquirir cáncer de piel por tener bajas sus defensas. Para evitar ese riesgo, yo hoy uso sombrero, en días soleados, además de que todas las mañanas protejo mi cara, cuello y manos con crema protectora solar.

 

El primer mes es el periodo más crítico tras un trasplante. En mi caso transcurrió sin sobresalto. A más de tres meses de distancia, otro periodo crucial, todo siguió funcionando bien. Hoy sigo muy bien, e incluso ya recuperé el peso que perdí, sin incluir los 4.3 kilos de mis dos riñones extirpados.

 

Poco a poco he ido reanudando mis actividades, pero bajo un nuevo enfoque. Desde ahora he decidido vivir con menos preocupaciones e intentando gozar al máximo de lo que tengo.

 

El promedio de vida de un riñón trasplantado es de 10 a 12 años, pero existen casos de una duración mayor de hasta 20 o 25 años. Con una década, yo me daría más que servido, aunque obviamente no pierdo la esperanza que mi "refacción", me dure mucho más.

 

El agobio que hemos tenido Elisabeth y yo de que nuestros hijos hayan heredado mi padecimiento (tienen 50% de probabilidad de que así sea) es también cada vez menor. Al parecer, un medicamento que detiene el crecimiento y la aparición de los quistes está a tan sólo unos años de convertirse en realidad.

 

Yo espero así que la ciencia médica siga avanzando para poder cambiar, como lo hizo conmigo, la vida de millones.

 

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Aclaracion:

El contenido mostrado es responsabilidad del autor y refleja su punto de vista, más no la ideología de Salud180.com

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